Hace unos días leía la historia de Chris Dancy, “el hombre más conectado del mundo” como le gusta definirse. Se trata de un desarrollador de software estadounidense de 45 años de edad que, desde hace cinco años, recopila minuciosamente con ayuda de varios dispositivos y aplicaciones cada detalle de su rutina diaria. Lleva siempre unas Google Glass, un smartwatch Pebble que le envía actualizaciones de su teléfono, y un Flex Fitbit que realiza un análisis continuo de sus movimientos y patrones de sueño. A su vez, posee un monitor de ritmo cardíaco que, si nota un cambio súbito, manda la información a un dispositivo WeMo para que modifique la iluminación del apartamento y programe música clásica en su equipo de sonido. También utiliza Netatmo para monitorizar el sonido, la calidad del aire y la temperatura, e incluso su cama es una “smartbed” gracias al sistema Beddit, que se coloca en su colchón para registrar y evaluar cómo duerme.
El objetivo de recoger y procesar todos esos datos es entender su comportamiento para mejorar su estilo de vida. Así, por ejemplo, logró adelgazar 45 kilos sin hacer dietas, ya que se dio cuenta de que siempre que veía varios capítulos seguidos de una misma serie, comía muy mal y su ingesta de calorías aumentaba. Por eso ahora intercala los programas y ve un capítulo de True Blood, seguido por otro de Dexter. Es decir, ha descubierto patrones invisibles y variables al cuantificar sus actividades diarias, una tendencia que ya suma cientos de seguidores en el mundo.
Chris Dancy me lleva a hablar de big data y sus posibilidades para las empresas. Si de nuestra rutina diaria se pueden obtener miles de datos para ser procesados en busca de patrones de comportamiento que de otra forma pasarían desapercibidos, ¿qué no se podrá averiguar estudiando los hábitos de cientos o miles de personas (nuestros clientes)?
Entendemos por big data la recopilación, análisis y formulación de tendencias de cantidades de información tan grandes que no se pueden manejar con las herramientas tecnológicas tradicionales. No se busca lo que determinada persona hace, ni se recopilan datos sobre su identidad, sino más bien sobre la forma en la que una plataforma es usada, un servicio es consumido, una página visitada o un contenido compartido. Se construyen bases de datos con las variables encontradas, se clasifican, se analizan y se cruzan entre sí para determinar comportamientos.
Cada vez que nuestro teléfono móvil envía su localización, o compramos on line, o hacemos clic en el botón “Me gusta” de Facebook, estamos lanzando un mensaje. Por ejemplo, si un usuario de redes sociales indica que le gusta el yoga, podemos cruzar ese dato con otras bases de datos sobre tendencias de usuarios con gustos similares y sabremos que es probable que le guste cierto tipo de comida o de música. Así se pueden encontrar nichos de mercado que antes pasaban inadvertidos o son relativamente nuevos.
Son muchas las consultoras que nos avisan de la expansión del big data en los próximos años y es evidente el potencial de estas técnicas de análisis. Sin embargo, muchos de los grandes gurús del marketing han sido personas muy intuitivas y poco dadas a los números. Steve Jobs, por ejemplo, nunca hizo una investigación de mercado porque decía que los clientes no saben lo que quieren hasta que no lo ven. Entonces, ¿cómo se tomarán las decisiones de marketing en un futuro? ¿Deberíamos fiarnos al cien por cien del dato, o queda sitio para la intuición, la experiencia y la idea feliz?
Probablemente la respuesta sea una combinación de ambos. Los datos nos muestran qué está pasando, pero muchas veces el por qué y el para qué no están tan claros. El secreto está en transformar los datos en información y, sobre todo, en conocimiento, y es ahí donde juega un papel decisivo la experiencia y el conocimiento del mercado. Sin olvidar que es fundamental disponer de la información en el momento adecuado, ya que es mucho más útil un dato, quizá no tan bien contrastado, pero obtenido un día antes de que sea necesario, que una gran base de datos recibida seis meses después del momento en el que la necesitábamos.
Muchas veces una idea nacida de la intuición nos parece mucho más creíble y segura que otra idea surgida de un algoritmo matemático y tendemos a fiamos más de ella porque es enteramente nuestra. La intuición es muy válida cuando se basa en experiencias propias y cuando tenemos la posibilidad de obtener feedback directo y continuo de nuestras acciones. Pero si nuestras experiencias previas son indirectas o escasas porque, por ejemplo, estemos abriendo nuevos nichos de mercado, lo más sensato es confiar en el potencial de información que nos proporcionan los datos.
Incluso “el hombre más conectado del mundo” confiesa que tiene un rincón en su casa “libre deWIFi” donde pasa unos minutos al día meditando. Probablemente ahí esté el secreto, en saber combinar adecuadamente la experiencia humana y los resultados de los análisis numéricos.
Imagen: tec_estromberg

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