El general romano Escipión, apodado “el Africano” por sus propias legiones, venció a la poderosa Cartago de Aníbal a base de innovación. Se enfrentó con un ejército numéricamente inferior a unas tropas que además tenían una de las más poderosas armas de guerra de la época: los elefantes. Ningún general romano había logrado vencer a Aníbal con sus paquidermos, hasta que Escipión innovó, a riesgo de su carrera militar y su vida, con una sorprendente táctica que nadie había probado jamás: usó trompetas para asustar a las bestias.
La batalla de Zama terminó con el mito de que enfrentarse a los elefantes era perder la batalla. A esto hay que añadir el liderazgo de Escipión, porque lo hizo con las “legiones malditas” de Roma, los supervivientes que huyeron en la batalla de Cannae, donde sufrieron una tremenda derrota también frente a Cartago.
La historia nos enseña que las cosas parecen no cambiar hasta que un día cambian para siempre.
Aunque parezca mentira, aún a día de hoy, la mayoría de las grandes corporaciones no innova lo que debería. Por supuesto que existen excepciones, normalmente justo aquellas compañías a las que todos quieren copiar, pero son las menos y no hace falta nombrarlas porque son suficientemente famosas. La mayoría, y me da igual el continente del que provengan, se queda a medio camino de lo que debería ser una cultura real de innovación.
Y eso es un problema, claro. La innovación es una de las claves necesarias no sólo para hacer crecer a una compañía, sino para que sobreviva a la nueva era económica del conocimiento y la tecnología. La obligación de innovar es muy real. Muchos autores insisten en que es una urgencia que se resume en algo tan viejo como el mundo: vienen cambios, muchos, de todo tipo: en nuestras vidas, en la forma de hacer negocios, de comerciar. Adáptate, prepárate, reinvéntate o muere.
Pero no basta con tener un departamento de innovación y contar con presupuesto. Lo más importante es implementar una cultura de innovación, una auténtica transformación digital. Y, para crearla, los directores y gerentes deben asegurarse de que todos los empleados comprendan que la innovación es un requisito del trabajo. Debe integrarse en el tejido del negocio y debe destacarse en las descripciones de los puestos de trabajo, procedimientos y evaluaciones de rendimiento. Pero un cambio cultural así no es algo que se consiga fácilmente y suele haber muchos factores en contra.
Y ahí está el problema.
Empecemos por hacer un análisis de café de lo que es la innovación. Cuando se habla de ella todo el mundo piensa en descubrimientos revolucionarios. Pero la mejora continua y progresiva también es innovación. Y es mucho más accesible. De hecho, para los descubrimientos hay un verbo mejor: inventar. Innovar es más la forma de mejorar algo, de hacerlo nuevo a la vista de otros. Cuando se habla de I+D+i (Investigación, Desarrollo e innovación) hay que darse cuenta de que la última parte se escribe en minúscula. Por poner un ejemplo sencillo: la mantequilla. Alguien descubrió un día que removiendo de forma constante la nata de la leche de vaca se producía un producto al que llamó mantequilla. Eso es el descubrimiento, la investigación. Después ese mismo alguien, u otro, trabajó en darle forma y gusto a la mantequilla, descubrió que servía para cocinar o para untarse en las tostadas, que estaba deliciosa y que se podía empaquetar para comercializarla. Eso es el desarrollo. Por último, alguien, un día, decidido a mejorar un producto delicioso pero algo soso, le añadió sal. Eso es innovación.
Vamos ya al centro de la cuestión que plantea este post. La innovación sobre todo es mejora. Pero existe algo previo y esencial para hacer que una organización se lance a un proceso de mejora continua imbuido en todos los trabajadores: reconocer que hace falta mejorar.
En demasiadas ocasiones en las grandes compañías una estructura demasiado jerarquizada hace que se reproduzcan multitud de minúsculos centros de decisión, en un formato de reparto de poder muy parecido al feudalismo. Los responsables de esos centros lo último que están motivados a hacer es reconocer que su producto, servicio o proceso, se puede mejorar porque sería como entonar el mea culpa de que hay algo que no están haciendo bien. Y, reconozcámoslo, en cualquier corporación gigante reconocer fallos no es la mejor manera de hacer carrera.
No existe cultura del error. Es hacerse el harakiri profesional. Cuando algo sale mal -y sale a la luz que está mal (muchas cosas mal se quedan enquistadas porque nadie tiene el valor, el criterio o la exigencia de decir que eso está mal)-, comienza una carrera de reproches entre departamentos o colegas consistente en echarle la culpa del fallo a otro. Así que es mejor no removerlo. Prácticamente todo está bien hecho y es un éxito (aunque no sea así). De tal manera que no existe ningún incentivo a la propuesta de mejoras.
Sin el espíritu de probar cosas nuevas aceptando los fallos como aprendizaje, es imposible que cale una cultura de innovación continua.
Y ahí es donde puede desempeñar un papel clave la “gamificación”. Un juego consiste básicamente en fallar e intentarlo de nuevo. Fallar no es que no sea malo, es que es el único método para aprender cómo se puede batir a un sistema, para encontrar la solución. Las corporaciones deberían jugar más. Deberían implementar sistemas de evaluación relacionados con algunas de las dinámicas básicas de juego. Deberían premiar el fallo. No todos los fallos, por supuesto. Pero sí aquellos que provienen de ser valientes, de probar, de intentarlo, de no conformarse, de proponer mejoras. En la actualidad los sistemas de evaluación apenas reflejan esas variables (aunque recientemente Accenture ha anunciado un cambio radical en sus sistemas de evaluación que va bastante en esta línea).
La “gamificación” puede ayudar mucho tanto a promover una cultura de valientes, como en la forma de darles feedback, reconocerlos y premiarlos. También sirve para crear productos que utilicen la fascinación del juego y la dinámica de recompensar el intento y el error, para facilitar el cambio cultural. Jugar es fallar, al igual que para innovar y mejorar hay que cometer errores. Escipión pasó a la historia por la victoria de Zama, pero antes estuvo presente en todas las derrotas romanas contra los cartagineses. Hasta que un día la historia cambió para siempre.
Imagen: Tecnalia

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