La semana pasada se celebró en Madrid la segunda edición de DigitalES, la asociación que reúne a las 48 empresas tecnológicas más importantes de nuestro país, que Telefónica Empresas impulsa y en la que participó. El lema del evento “Technology is the new rock’n roll” hacía referencia a que la tecnología actualmente es la impulsora de profundos cambios culturales y sociales, tal como lo fue la música en los años cincuenta. En el encuentro se abordó la realidad de España en la encrucijada digital.
Contó con la participación de numerosas autoridades (como la Ministra de Economía, Nadia Calviño, también las de Industria y Educación o el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, además de los expresidentes del gobierno Felipe González y José María Aznar), muchos presidentes de empresas (como Emilio Gayo, de Telefónica España), consultores, periodistas y otros referentes del mundo digital. En definitiva, fue un interesante foro de día y medio en el que se debatió sobre el estado de la revolución digital en España en 2019.
Desde el discurso inaugural flotaba en el ambiente un espíritu “fundacional”. El presidente de la asociación, Eduardo Serra, lo remarcó al principio, parafraseando a Leonardo Da Vinci: no nos enfrentamos a una “época de cambios” sino a un “cambio de época”. España en la encrucijada digital fue el hilo conductor del evento. Si tomamos el camino correcto podremos estar junto a los líderes de la era digital. En caso contrario, desaprovecharemos una gran oportunidad para dar un salto de calidad hacia el progreso y bienestar de los ciudadanos.
Revolución digital en España: una oportunidad histórica
¿Por qué esa sensación de oportunidad histórica? Serra lo resumió muy bien: en primer lugar, por su habilidad para transformarse. En los últimos sesenta años España ha pasado de un 50 por ciento de la fuerza laboral en el sector primario a solo el 3 por ciento. Además tiene, entre otras, algunas ventajas competitivas formidables: un idioma que es el segundo más hablado del planeta, una posición geográfica envidiable con acceso a las rutas comerciales de Europa, África y América, un clima benigno e infraestructuras modernas.
Sin embargo, nada viene regalado. Se podría decir que España tenía las mismas ventajas a principios de la segunda revolución Industrial a mediados del siglo XIX, pero las cosas sucedieron de otro modo. Mientras que algunos países se encontraron mucho mejor preparados para dar el gran salto en la hegemonía mundial, España tuvo un desarrollo mucho más lento y dispar. Teniendo eso muy presente, el hilo conductor de todo el congreso fue: “coger la ola de la transformación digital es nuestra responsabilidad y no podemos desaprovechar esta oportunidad”.
Un buen ejemplo de potencia emergente a mediados del siglo XIX son los EE. UU. ¿Cómo hizo para transformarse en la primera potencia industrial del mundo en apenas cincuenta años un país despoblado, con una economía básicamente primaria, aislado del mundo, con muy escaso peso en la política y la economía global y con ninguna tecnología propia reconocible? La clave es que durante la primera mitad del siglo XIX el gobierno y las empresas estadounidenses decidieron invertir sus escasos recursos en nuevas tecnologías incipientes, originadas en otros sitios: ferrocarriles, telecomunicaciones, producción eléctrica… Y, a la vez que se importaban estas tecnologías, se desarrolló una gran actividad innovadora. No fue casual: la regulación tendió a favorecer la investigación a través de la protección de la propiedad intelectual.
Simultáneamente los gobiernos estatales favorecieron un amplio programa de escolarización, basado en las ideas del reformador Horace Mann, que no se olvidó de reglar y estandarizar la formación docente (una novedad en la época). Desde la década de 1850, además, se concedieron subsidios para el establecimiento de universidades con carreras de ingeniería y técnicas industriales. Para mediados del siglo XIX, los EE. UU. tenían la misma extensión de kilómetros de vías ferroviarias que toda Europa (unos 4.000), y se empezaban a extender las líneas telegráficas (Samuel Morse en 1845).
Pero este camino se recorrió con grandes disensos políticos internos, particularmente entre los estados del Norte, más industrializados, y los del Sur, más dados a la producción primaria, que acabaron en una sangrienta guerra civil de un lustro, que devastó al país. Cientos de miles de muertos, campos arrasados, brutal caída de la producción y del comercio… Parecía el final de una bonita historia.
Paradójicamente, el final de la guerra de secesión en 1870 coincidió con una exponencial explosión de la demanda global: lo que se dio por llamar la Segunda revolución industrial. El abaratamiento del transporte, debido al desarrollo de motores de barco y locomotoras, más la inmediatez de las comunicaciones telegráficas (que ya cruzaban el Atlántico), facilitaron una brutal expansión del comercio internacional y, lo que es más importante, este mundo interconectado disparó la innovación tecnológica como nunca antes se había visto.
Todo ello pilló a los maltrechos EE. UU. con los caminos pavimentados para el éxito. Frente a la creciente demanda de transporte ferroviario, varias decenas de compañías ya tenían el know how para expandir la red, tender puentes y fabricar motores. Ante la demanda de barcos, la industria naval ya disponía de experiencia. Si hacían falta cientos de miles de empleados letrados para las nuevas empresas de transporte y telecomunicaciones, estos se podían incorporar masivamente de las escuelas al mercado laboral. También las universidades podían dar una formación básica excelente a los demandados ingenieros.
Además, el acceso rápido a las publicaciones científicas y la facilidad para viajar permitió a los emprendedores locales, apoyados por la regulación, desarrollar numerosos inventos que se basaban en tecnologías traídas del Viejo Continente. Se perfeccionaron las tecnologías de motores, de metalurgia y evolucionaron las telecomunicaciones y los medios de comunicación. Entre 1870 y 1914, el país dio un vuelco hasta transformarse, inesperadamente, en la potencia decisiva de la Primera Guerra Mundial
Ciento cincuenta años después, la revolución digital encuentra a España con los deberes hechos. A sus ventajas naturales se agrega la disponibilidad de infraestructura digital claramente diferencial, superior a la de países con economías mayores. Como dijo Emilio Gayo: “España tiene más fibra en las zonas rurales que Europa en la media de las zonas urbanas”. Solo las empresas agrupadas en DigitalES generan 34.000 millones de euros al año en ingresos.
“Hay que reconocer que España ha tenido directivos muy valientes y visionarios”, declaró José Antonio López, presidente de Ericsson en el foro. “Luis Lada con la movilidad, Julio Linares con el ADSL y Luis Miguel Gilpérez con la fibra”. Sin ellos no estaríamos aquí.
Como a mediados del siglo XIX, no sabemos a ciencia cierta cómo evolucionarán determinadas tecnologías. Antes eran la transmisión de pulsos eléctricos a distancia o el ferrocarril en transporte. Ahora, según Emilio Gayo, las tecnologías en que tendremos que centrarnos son la inteligencia artificial, edge computing, 5G y la ciberseguridad.
Colaboración público-privada para un salto de calidad
No obstante, el éxito no está garantizado. Quedan varios asuntos por abordar y de cómo lo hagamos dependerá nuestra suerte. Todos los presidentes y CEO digitales presentes (de Nokia, Ericsson, IBM o El Corte Inglés) coincidieron con Gayo en que la colaboración público-privada es fundamental y que hay una corresponsabilidad de las empresas para alcanzar determinados objetivos. La sostenibilidad del sector tecnológico es clave para impulsar la innovación y aspectos como la propiedad intelectual o la rentabilidad de las inversiones deben ser abordados. Pero hay otros dos aspectos fundamentales: la digitalización de las pymes y el reskilling o actualización de la fuerza laboral.
Respecto al primero, los indicadores de digitalización de las pymes están por debajo de los estándares europeos. Esto es especialmente relevante porque el 95 por ciento del tejido español lo conforman estas organizaciones. Según Gayo, las empresas proveedoras de servicios deben también asumir la responsabilidad de ayudarlas en esta transformación y que no dependan exclusivamente de las ayudas del Estado.
En segundo término, aunque nuestro sistema educativo sea capaz de adaptarse para formar a los profesionales que demandarán las empresas en el futuro, muchos trabajadores también deberán formarse en nuevas disciplinas y técnicas que no existían cuando empezaron su vida laboral. Éste es un desafío casi tan importante como lo fue en el pasado la incorporación de personas que venían de la vida rural a la actividad industrial solo que debe llevarse a cabo mucho más rápido.
En definitiva, hay mucho camino recorrido y mucho por hacer, pero depende de nosotros mismos estar preparados cuando ocurra la próxima disrupción tecnológica y dar ese salto de calidad que nos falta. Como decía un antiguo jefe: “Uno puede hacer las cosas bien o depender de la suerte”. Creo que preferiremos lo primero.
imagen: Elvis Pérez

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