El musical Los Miserables es uno de los que más ingresos ha generado en la historia. Solo en Broadway recaudó 408 millones de dólares. Ha sido traducido a veintidós idiomas y se ha representado más de 53.000 veces. Los asistentes, que han sumado más de 70 millones hasta la fecha, disfrutaron de una experiencia memorable que, como otras muchas del ámbito de las artes y el espectáculo, se recuerda porque apela a las emociones, a la belleza y al intelecto. Parte de una historia de fondo de gran valor (la novela homónima de Víctor Hugo, ambientada en el siglo XIX) pero es la puesta en escena de la misma la que crea los lazos con el espectador.
Para cada representación se sincronizan más de cien personas entre actores, responsables de atrezo, iluminación, decoración, sonido… sin contar con el personal propio del teatro. Algunos de ellos están de cara al público, otros entre bastidores pero cada uno sabe lo que tiene que hacer y en qué momento, siguen un guión unificado.
Cuando hablamos de la experiencia de cliente en muchas ocasiones pensamos en la tecnología, en marca, si acaso en procesos o en cultura de los recursos humanos que atienden al público, pero pocas veces lo vemos como la sincronización de todos los recursos de la compañía para transmitir su historia -la historia de su producto y de la marca- para crear una experiencia memorable. Los hechos y los actos se llegan a olvidar, pero no cómo nos han hecho sentir. Por eso las marcas deben buscar en todo momento que perdure la experiencia en los sentimientos más allá de lo ocurrido en la transacción. Y es posible que ya hayamos experimentado este hecho: una incidencia con un servicio nos puede llegar a crear una experiencia emocionalmente positiva hacia la marca, si la resuelve satisfactoriamente, cuando el hecho en sí es racionalmente negativo.
Pero para llegar ahí la experiencia de cliente no puede ser un adorno final sobre el producto o servicio, sino que el propio producto o servicio debe ser en sí mismo la experiencia y eso requiere, desde su origen, cambiar la forma de diseñarlo. Porque la experiencia no es un concepto estético, ni siquiera un servicio más amable o personalizado, que es lo que suelen modificar las compañías cuando afrontan una mejora en este sentido.
Para modificar realmente la experiencia de cliente es necesario llevar el proceso hasta sus últimas consecuencias, descomponer hasta su componente final el servicio o funcionalidad que se presta para asegurar que en cada uno de ellos se produce la sincronización necesaria de todos los agentes (como en Los Miserables: actores, iluminación, sonido…) y solo entonces ese momento concreto de la experiencia podrá ser memorable. Se trata, efectivamente, de un proceso tan complejo que solo unas pocas compañías pueden aspirar a conseguir el nivel más alto en el que, como explicaba antes, producto y experiencia no se distinguen.
Las características que deben tener cada uno de esos momentos para ser una experiencia memorable se resumen en los siguientes atributos:
- Envolvente: Debe implicar todos los sentidos del cliente: vista, oído, olfato… cuantos más impliquemos más fácil será de recordar para el cliente.
- Única: El cliente debe sentir que no ha experimentado nada igual.
- Personalizada: El cliente tiene que sentir que la experiencia está diseñada para él en exclusiva.
- Sorpresiva: Es necesario que el cliente se enfrente a elementos inesperados, lo que facilitará el recuerdo.
- Repetible: El cliente tiene que ver una consistencia, una ‘industrialización’ de la experiencia memorable, para que la asocie a la marca y no meramente a un momento fugaz de relación con la misma.
El esfuerzo puede ser titánico, pero el premio por alcanzar o aproximarse a este estado de experiencia de cliente puede tener a los clientes minutos aplaudiendo de pie al final de nuestra representación. El foco y coordinación del centenar de personas de Los Miserables habrá merecido la pena.
Imagen: Oriol Salvador

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