La inteligencia artificial (o AI, de Artificial Intelligence, por sus siglas en inglés) juega un papel cada vez más importante en nuestra vida diaria. Es habitual que nuestros ordenadores, tablets y smartphones tengan algún tipo de asistente personal inteligente, que cuando llamamos a un servicio postventa nos atienda al menos en un primer nivel una máquina y que muchas de las webs en las que compramos sean capaces de mostrarnos, nada más entrar, las ofertas que nos interesan. Son solo algunos ejemplos de cómo la AI está transformando la forma en la que los clientes y las empresas interactúan y trabajan. Así, según la consultora IDC, el mercado de la inteligencia artificial alcanzará los 12,5 mil millones de dólares en 2017, un 59,3 por ciento más que el año pasado, y crecerá anualmente por encima del 50 por ciento hasta alcanzar un volumen de 46 mil millones de dólares en el año 2020.
Sin embargo, de momento la inteligencia artificial se emplea solo para tareas concretas y específicas, su uso aún no se ha extendido porque no existe la posibilidad de que lleve a cabo tareas diferentes e inconexas y, a pesar de los enormes avances, hasta ahora también uno de los factores que ha impedido un mayor desarrollo de la inteligencia artificial ha sido la capacidad de cálculo de los ordenadores. Se estima que el cerebro humano es capaz de realizar 10.000 billones (10 ^ 16) de cálculos por segundo. En comparación, el ordenador más potente del mundo, el Tianhe-2, puede realizar unos 34.000 billones de cálculos por segundo, con la diferencia de que Tianhe-2 cuesta 390 millones de dólares, consume 17,8 megawatios de electricidad (lo mismo que unas 27.000 familias) y ocupa 720 m2 de superficie. Es decir, que está muy lejos de ser una máquina que una empresa pueda adquirir y desplegar en sus instalaciones.
Por tanto, más que de inteligencia artificial, deberíamos hablar en la actualidad de machine learning o, lo que es lo mismo, de ordenadores capaces de procesar inmensas cantidades de datos referidos a tareas concretas y acotadas con el objetivo de sacar conclusiones útiles de esos datos y aprender de ellos para poder anticipar así comportamientos futuros y ayudar a la toma de decisiones. Así que los datos son el combustible que mueve la inteligencia artificial. Su disponibilidad hace que se puedan desarrollar mejores algoritmos y, sobre todo, perfeccionarlos a lo largo del tiempo para que vayan obteniendo mejores resultados y se vayan adaptando a condiciones cambiantes. Y una de las cosas que un ordenador puede hacer mejor que una persona es aprender: es más sistemático en la captura de datos y es capaz de jugar con ellos e iterarlos hasta encontrar respuestas.
Con este panorama, la inteligencia artificial y cloud parecen estar hechos el uno para el otro. Pocas empresas pueden permitirse por sí mismas las inversiones para desarrollar aplicaciones de inteligencia artificial y adquirir las infraestructuras necesarias. Así lo reconocen las compañías que participaron en la encuesta de la consultora Vanson Bourne sobre las principales barreras en la implantación de AI. El principal motivo mencionado fue la falta de infraestructura TI (40 por ciento de las respuestas) seguida de la escasez de profesionales con alta formación en inteligencia artificial (34 por ciento). Como respuesta, los principales proveedores de servicios cloud están apostando por ofrecer servicios en modo AIaaS (Artificial Intelligence as a Service) basándose en todas las ventajas de cloud.
Ya hay empresas que ofrecen comercialmente servicios de reconocimiento de voz para call centers, de reconocimiento de imágenes para que las compañías de seguros puedan hacer peritajes más precisos, de recomendaciones personalizadas para clientes o de elaboración de las mejores rutas para desplazarse por la ciudad capaces de prever los atascos antes de que sucedan mediante el análisis de los patrones del tráfico. Todos estos servicios se basan en el análisis de grandes cantidades de datos mediante algoritmos de inteligencia artificial, que además van mejorando con el tiempo los resultados de dichos análisis. Y ahí es donde entra la nube inteligente, que permite que cualquier organización tenga acceso a poderosos servicios de computación y cálculo para crear esos servicios de valor añadido para sus clientes o para revenderlos a otras organizaciones.
La conclusión es que la inteligencia artificial va a ser el motor de una nueva generación de tecnologías de cloud computing. La AI no se quedará solamente en una herramienta para crear chats más inteligentes en el departamento de atención al cliente de las grandes compañías, sino que impactará en ellas de una manera más profunda. En breve, las empresas se dividirán entre las que son capaces de sacar partido a la inteligencia artificial para sus operaciones habituales y las que continuan trabajando de manera tradicional. El reto será crear plataformas de uso sencillo para cualquier compañía, escalables, fáciles de usar sin tener que contratar una legión de científicos de datos y que puedan adaptarse a las demandas particulares de cada una. Por tanto, la nube se volverá “cada vez más inteligente” y jugará un papel fundamental como base para el desarrollo de los nuevos servicios.
Imagen: Rocco Julie

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