La desobediencia está de moda y así lo refrenda una de las instituciones con más prestigio internacional. Nada menos que el Instituto Tecnológico de Massachusetts tuvo la osadía de convocar por primera vez este año el MIT Media Lab Disobedience Award, con el objetivo de premiar iniciativas disidentes en cualquier ámbito, siempre que estuvieran animadas por objetivos sociales y tuvieran un incuestionable espíritu constructivo.
Se presentaron 7.800 candidaturas, y 220 quedaron finalistas. El pasado 21 de julio resultaron ganadores dos científicos convertidos en activistas contra uno de los más recientes escándalos medioambientales en el corazón del mundo desarrollado: la contaminación del agua potable procedente del río Flint, en Michigan. Un ejemplo de compromiso social que ha llevado a la pediatra Mona Hanna-Attisha y al profesor de ingeniería Marc Edwards a donar el importe del premio (250.000 dólares) a los damnificados. Existen humanos de este pelaje, hay esperanza. Entre las menciones de honor, un elenco de proyectos orientados a dar voz a quienes por uno u otro motivo quedaron en la cuneta de nuestra aldea global, con iniciativas a favor de inmigrantes, comunidades indígenas o la lucha contra el cambio climático.
Pero ¿por qué una entidad como el MIT, pionera en el campo de la innovación, se propone alentar este tipo de iniciativas dentro de su vertiente social? Joi Ito, director del MIT Media Lab, lo explica taxativamente: “no puedes cambiar el mundo siendo obediente”. El contexto de un premio de este tipo es la necesidad de potenciar un pensamiento crítico que nos ayude a comprender nuestro entorno, apabullados por mareas de información que generan más ruido que conocimiento efectivo. Complejos algoritmos deciden cuál es la información relevante para nosotros, por lo que resulta aún más difícil separar la mies de la paja. Pongo un ejemplo: ¿creéis que manejáis toda la información relevante que necesitaríais para tomar cualquier decisión? O, más aún, ¿podríais asegurar que vuestro criterio no está condicionado por filias y fobias que responden más a modas que a convicciones personales? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
“Cogito ergo sum” (“pienso, luego existo”), decía Descartes. Ésta es la esencia del ser humano. La apostilla de “crítico” a “pensamiento” no busca más que alertarnos sobre la importancia de cuestionar la información que recibimos, además de la necesidad de valorar la credibilidad de nuestras fuentes y sopesar alternativas, de forma que seamos capaces por nosotros mismos de transformar datos en información y ésta en conocimiento.
Quienes insisten en ello y reivindican un retorno a las humanidades bautizadas como “de tercera generación” distan mucho de ser modernos ludistas. No cuestionan la oportunidad inherente al desarrollo tecnológico para acelerar el progreso de la raza humana pero alertan del riesgo de un avance científico que no sea cauteloso con las implicaciones éticas y legales y, sobre todo, sociales, de la investigación. Reivindican la importancia de comprender nuestro entorno.
La capacidad de pensar se vincula a una dimensión trascendente que es seña de identidad de los humanos, y nos diferencia del resto del reino animal y de los autómatas. El problema está en que concibamos el “pensamiento” como un mero proceso de datos sin mayor reflexión, ya que entonces corremos el peligro de convertirnos en emulaciones defectuosas de un robot. De ahí que, más allá de la necesidad de potenciar el pensamiento crítico en la esfera privada, gobiernos y empresas se planteen en estos momentos temas de tanto calado como la manipulación genética o la repercusión que tendrá en un futuro inmediato la inteligencia artificial para el orden social y económico que conocemos.
El debate va mucho más allá de si las máquinas deben o no cotizar o de si en un mundo automatizado la solución está en una renta básica universal. Sabemos que hemos acelerado el ritmo de la carrera, pero no está tan claro cuál es la meta. Retomar la senda pasa por reflexionar sobre nuestra esencia y sobre el mundo que queremos construir. En el reino del algoritmo no podemos limitarnos a deglutir datos, ni a obviar cualquier reflexión que no tenga una consecuencia práctica inmediata.
Los más optimistas insisten en que el próximo gran avance no será tecnológico ya que la clave no está en acaparar información, sino en utilizar la tecnología como medio y no como fin. Para ello, mientras está de moda denostar las humanidades como disciplina académica, en la meca de la tecnología, Silicon Valley, no solo se reclutan ingenieros, expertos en marketing o empresariales, sino también historiadores, especialistas en literatura o filósofos. Y es que el arte de pensar comienza a ser una práctica verdaderamente disruptiva (por excepcional) y la aportación de estos perfiles es necesaria en el largo camino hacia la innovación. Si no me creéis pensad en trayectorias como la del filósofo y célebre orador, Anders Indset, o en la de John Hanke, padre de Pokemon Go y Google Earth.
Pero, más allá de celebridades puntuales, el fondo de la cuestión es la urgencia por comprender nuestra realidad actual y para ello es preciso tomar impulso desde las lecciones aprendidas en siglos de civilización. Ya alertaba Ortega y Gasset sobre los riesgos del “hombre masa” que cree saber cuando en realidad no sabe y cuya evolución no ha corrido al mismo ritmo que la de su época. Era un problema sobre el que reflexionaban los pensadores de aquel siglo XX “problemático y febril” que cantaba Gardel. Pero el riesgo de manipulación es una amenaza también para el ciberciudadano del siglo XXI, tanto o más manejable que aquél, con una dimensión social sobre la que conviene reflexionar.
No debería haber riesgo en que una máquina, cada vez mejor, emule a un humano, siempre y cuando ese humano no se limite a responder como un autómata a los estímulos de su existencia. Ése es el verdadero peligro para nuestra especie. No olvidemos que “el sueño de la razón produce monstruos”.
imagen: Lars Plougmann

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