Cuando la organización The Adventurist nos llamó para participar en esta aventura, nos encontrábamos sentados en una terraza de Madrid. Dos cañas y veinte minutos después no dudábamos en aceptar el reto.
¡Sería toda una experiencia! No podíamos desaprovechar la oportunidad de atravesar el archipiélago de Zanzíbar en un bote de pescadores (ngalawa), de navegar por aguas turquesas, rodeados de barreras de coral y acariciados por un clima tropical. En fin, de sentirnos conquistadores, como si aquello se hiciese por primera vez y los tanzanos no pescasen a diario en esos mares. Durante once días tendríamos que ser autosuficientes, lejos del “todo al alcance de la mano” al que estamos acostumbrados.
Así que Roi Soliño (el capitán), Diego Suárez (grumete 1) y yo – Guillermo Gutiérrez – (grumete 2) nos preparamos para la aventura.
Tres meses después estábamos de pie en la proa del ngalawa. Diez embarcaciones nos disponíamos a recorrer 500 Km (300 millas náuticas). Sonó la bocina que anunciaba la salida. y, con la sensación de aventura en los labios, disfruté por primera vez en mi vida de la sensación de estar sobre una canoa de madera con vela latina.
Aunque, a diferencia de Colón, nosotros íbamos dotados de GPS, app de navegación, tableta, cargador solar, soportes vitamínicos y prendas especiales.También llevábamos para poder sobrevivir, aparejos de pesca, cerillas, tienda de campaña, etc.
Al principio aquello flotaba de manera más que sobresaliente pero, dos horas después, el sueño dio paso a la realidad de lo que nos aguardaba.
Se trata de una embarcación difícil de manejar, que no nos permitía virar con agilidad, y los vientos de veinticinco nudos en contra (para los no doctos, mucho…) y un canal estrecho, tampoco ayudaban. El resultado fue que nos vimos arrastrados por las olas hasta terminar a la deriva, chocando contra la orilla. La embarcación se hundió y vimos cómo la corriente se llevaba nuestras pertenecías, que no habíamos tenido la precaución de amarrar. La tecnología desapareció, así, de nuestras vidas (el agua salada no es buen aliado). Una vez pasado el susto, tocó reflotarlo (con ayuda de gente local que navegaba por allí en ese momento), ajustar aparejos, revisar destrozos, algún retoque más, sacar mapas e izar vela. Continuábamos la aventura.
En este momento, el viaje tomó un nuevo derrotero.
Durante once jornadas navegamos más de diez horas diarias con olas de más tres metros en altamar y vientos de veinticinco nudos. Asistimos al rescate de botes partidos por la fuerza del mar, y caídas por la borda (con gran susto), vivimos derivas contras las rocas, y horas de achique de agua con las manos cuarteadas y abiertas de la sal y los cabos de plástico….
Cuando arribábamos a la costa, exhaustos, había que vaciar el bote, montar las tiendas, secar la ropa y buscar pescadores para intentar comprar algo que echarle al arroz (tratar de explicarte en inglés o español a alguien que no ha visto nunca a un blanco en su isla, es toda una experiencia). Había que conseguir leña, encender el fuego y, cocinar sintiendo la sal en las llagas para, por fin, poder cenar. Uhmm… Cenar de pie notando la arena en cada cucharada de un arroz insípido, cubiertos por un manto de estrellas, rodeados de cocoteros y de agua tan oscura como el vino tinto, en un entorno que te hacía sentir tan alejado de todo como si no existiese nada más. Luego tocaba fregar, recoger, y dormir seis horas para despertar una hora antes del amanecer y, después de haber recogido la tienda, desayunado y preparado el barco, salir de nuevo a navegar.
Sin embargo, el incidente del primer día lo cambió todo y, desde aquel momento, el mar no fue nuestro reto, lo fuimos nosotros mismos. Hundirse en alta mar es una experiencia que te marca y te hace entender que los obstáculos y el sufrimiento no son nada comparado con el miedo. El miedo al mar, el miedo a equivocarte y acabar hundido de nuevo. Esa sensación te va minando, poco a poco, y hace que cada tarea o gesto te suponga un suplicio. El miedo te paraliza y te hace enfrentarte al capitán, evitar virar, cambiar la vela, ceñir…Da igual lo que fuese, no quieres hacerlo porque temes que algo vaya a ir mal durante un proceso que no controlas. Durante mucho tiempo debes luchar contra ese sentimiento, y esa lucha interna de superación es más titánica que navegar en un mar alterado. Analizas cada movimiento del barco para entenderlo y prever las posibles consecuencias. Analizas, analizas, analizas…. Estás fuera de tu zona de confort, y ahí te das cuenta de que sólo hay una salida: confiar en la persona que, sentada al timón, mira con sonrisa socarrona al horizonte (nuestro capitán). Más joven que tú, y amigo de cenas y fiestas, ahora es lo único que te puede ayudar a superar el miedo. Creedme si os digo que durante días lo intentas, pero no se consigue fácilmente. Hoy, después de varios meses seco, le doy las gracias por ayudarme a superar los miedos y hacerme disfrutar de la aventura. Tal vez no fue consciente de que su sonrisa me hizo sentir que todo estaba controlado, que había un rumbo.
Tras esta experiencia que nunca olvidaré, me veo sentado en la oficina rodeado de temores también: al éxito, al fracaso, a destacar, a no hacerlo, pero sobre todo se palpa el miedo a la insustancialidad del trabajo, al sentimiento de no aportar, de no formar parte de un todo que navega hacia un destino y, a pesar de los contratiempos, sigue avanzando seguro. Ser capitán es fácil (un examen y algo de dinero), ser “el capitán” que consigue hacerte olvidar tus miedos y que te vuelques en trabajar con ahínco y motivación en un proyecto común no se aprende, simplemente se es. Pero todos llevamos dentro un capitán y un grumete, depende del día y de las circunstancias.
Lo importante de una aventura siempre es la sensación de haber conseguido superar los retos que nos marcamos porque eso, hace que cada día te sientas un poco más fuerte.
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Imagen: Guillermo Gutiérrez de la Cámara

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